Cuando llegué al training me sorprendí de la gran cantidad de niñitas que había: chicas de no más de veinte años que dentro de poco estarían al cuidado de otros niños (¡y es que a los dieciocho eres una niña!), y me imaginé lo difícil que les resultaría la labor debido a su corta experiencia.
Sí, ya sé que no hay que generalizar porque hay chicas de veintiséis años que en su vida jamás han usado una escoba y niñitas de dieciocho que son huérfanas de madre y se hicieron cargo de sus diecisiete hermanos menores responsablemente, sin embargo, en promedio, a los dieciocho años uno está terminando la preparatoria, vive en la casa paterna sin responsabilidades de sustento, obedece a sus papás, y a esa edad, tener empleo representa dinero extra y no una proyección de éxito profesional ni mucho menos la respuesta a una necesidad económica.
Por eso creía yo que cuando uno es au pair a los dieciocho, la experiencia es mucho más difícil. Porque a esa edad uno no ha tenido la responsabilidad de decidir sobre la vida de otra persona, no tiene gran experiencia sorteando el estrés laboral y en general, uno es más inexperto en casi cualquier área relacionada con la vida de au pair. Y creí que yo, al tener 25 años, habiendo vivido sin mis papás, trabajado desde hacía siete años y superado más dificultades en los últimos cinco años que en toda mi vida, tendría un año de au pairismo mucho más dichoso que la mayoría de las dieciochoañeras.
Pues no.
Si bien me ha sido muy útil tener una carrera, ser legalmente apta para beber en este país, y haber sobrevivido cuatro años sin mi mamá; ser un adulto y no una universitaria me ha traído algunas frustraciones que se habrían evitado si hubiese hecho esto cuando tenía 18 y no 27. Sucede que me es imposible ver a mis hostpadres como una figura parental: los respeto porque son mis jefes, pero no porque me inspiren esa reverencia que se tiene a los padres. Eso vuelve nuestra relación un poco difícil porque no encontramos el balance entre mi rol de hija mayor y el del adulto que en realidad soy.
Para mí, en este punto de mi vida, representa un verdadero cansancio depender de una pareja que ni siquiera son mis papás.
De niña, púber y hasta universitaria, dependí siempre del humor de mi papá para hacer lo que fuese. Si quería ir a una fiesta, quería dinero para comprar lo que fuese o si tenía que confesar una suspensión escolar, tenía que encontrar el momento justo para hacerlo: cuando mi papá anduviese silbando alegremente por la casa, ya que si tenía la desdicha de que ese día el América hubiese ganado un clásico, por ejemplo, bien podía irme despidiendo de mis planes o asumiendo un castigo escabroso posterior a mi confesión. Además, desobedecer a mi papá nunca fue una opción: cuando decía 'no', no había apelación alguna. Más de alguna vez me apunté en algún plan para después avisarle a mis amigos que mi papá no me había dado permiso por razones razonables o de lo más disparatadas, y vergonzosamente, cancelar todo arreglo previo.
Afortunadamente, las cosas cambiaron después: me mudé para sostener una renta yo sola y volví algún tiempo después a la casa paterna para disfrutar, ahora sí, de mi independencia moral y económica. De modo que cuando quería pasar un fin de semana con mi novio sólo lo hacía saber: me despedía de mi mamá con mi maletita findesemanera en mano y volvía a casa el domingo por la noche. Disponía de mis tardes, mis noches y mis fines de semana enteramente: podía hacer planes a futuro o simplemente sumarme a una invitación espontánea de tipo: "no tengo nada qué hacer ¿le caemos por unas chelas?" sin ningún trámite engorroso. Si quería, podía volver a casa a las seis de la mañana después de una fiesta aunque debiese ir a trabajar a las ocho, pues confiaba plenamente en la respuesta de mi cuerpo al Red Bull y las cafiaspirinas. Si me llegaba un requerimiento de Hacienda por no pagar mis impuestos, lo platicaba con mi mamá mientras cenábamos panquecitos frente a la tele. Si quería hacerme un tatuaje, me lo hacía y ya. Le tomaba fotos y luego las subía a féisbuc. Me convertí en un adulto y me volví dueña de mi vida completamente.
Y entonces firmé un contrato con una agencia y volé a Estados Unidos para convertirme nuevamente en un ser dependiente de dos adultos, lo que durante mi fase de optimismo quierovivirestaexperienciacontodoloqueincluya me pareció razonable y, lógicamente, soportable. Pero ¡oh, Yisus, no sabía en la que me estaba metiendo!
Hoy, a diecisiete meses de iniciar esta vida, puedo decir que estoy francamente harta. No harta de los niños (sí, un poco), ni de la gente o los lugares que he conocido aquí, ni siquiera de estar lejos de casa: estoy harta de vivir como una adolescente. Estoy cansada de merodear en la cocina esperando el momento justo -además de la palabra precisa y la sonrisa perfecta, Silvio dixit- para preguntar si puedo usar el coche. Me tiene fastidiada el no poder decidir qué hacer con mis fines de semana libremente porque no sé si tendré disponible el auto, como cuando siendo adolescente, no sabía si tendría permiso de mis papás. Me tiene cansada estar encerrada de lunes a viernes en esta casa porque tengo un curfew a las once de la noche, y el día que lo violé por ir a un concierto, los hostpadres me sentaron en la sala y me dieron una larga charla sobre el respeto y la buena conducta, y aterradoramente, mencionaron la posibilidad de prohibirme usar el coche como castigo. Estoy cansada de preocuparme por evitarme regaños -y es que estoy en espera de que me llegue una nueva multa por speeding y me la vivo al acecho de Mr. Postman para que me la entregue en mis manos sin que los hostpadres se enteren- y en general, me siento muy deseosa de recuperar mi vida de adulto.
Por eso es que en las más recientes semanas he cambiado un poco mi percepción sobre la mejor edad para ser au pair. Pienso que mi inexperiencia laboral a los 18 años no habría sido tan difícil de sobrellevar, finalmente. Al menos no tanto como tener una segunda adolescencia en casa ajena.
Sí, ya sé que no hay que generalizar porque hay chicas de veintiséis años que en su vida jamás han usado una escoba y niñitas de dieciocho que son huérfanas de madre y se hicieron cargo de sus diecisiete hermanos menores responsablemente, sin embargo, en promedio, a los dieciocho años uno está terminando la preparatoria, vive en la casa paterna sin responsabilidades de sustento, obedece a sus papás, y a esa edad, tener empleo representa dinero extra y no una proyección de éxito profesional ni mucho menos la respuesta a una necesidad económica.
Por eso creía yo que cuando uno es au pair a los dieciocho, la experiencia es mucho más difícil. Porque a esa edad uno no ha tenido la responsabilidad de decidir sobre la vida de otra persona, no tiene gran experiencia sorteando el estrés laboral y en general, uno es más inexperto en casi cualquier área relacionada con la vida de au pair. Y creí que yo, al tener 25 años, habiendo vivido sin mis papás, trabajado desde hacía siete años y superado más dificultades en los últimos cinco años que en toda mi vida, tendría un año de au pairismo mucho más dichoso que la mayoría de las dieciochoañeras.
Pues no.
Si bien me ha sido muy útil tener una carrera, ser legalmente apta para beber en este país, y haber sobrevivido cuatro años sin mi mamá; ser un adulto y no una universitaria me ha traído algunas frustraciones que se habrían evitado si hubiese hecho esto cuando tenía 18 y no 27. Sucede que me es imposible ver a mis hostpadres como una figura parental: los respeto porque son mis jefes, pero no porque me inspiren esa reverencia que se tiene a los padres. Eso vuelve nuestra relación un poco difícil porque no encontramos el balance entre mi rol de hija mayor y el del adulto que en realidad soy.
Para mí, en este punto de mi vida, representa un verdadero cansancio depender de una pareja que ni siquiera son mis papás.
De niña, púber y hasta universitaria, dependí siempre del humor de mi papá para hacer lo que fuese. Si quería ir a una fiesta, quería dinero para comprar lo que fuese o si tenía que confesar una suspensión escolar, tenía que encontrar el momento justo para hacerlo: cuando mi papá anduviese silbando alegremente por la casa, ya que si tenía la desdicha de que ese día el América hubiese ganado un clásico, por ejemplo, bien podía irme despidiendo de mis planes o asumiendo un castigo escabroso posterior a mi confesión. Además, desobedecer a mi papá nunca fue una opción: cuando decía 'no', no había apelación alguna. Más de alguna vez me apunté en algún plan para después avisarle a mis amigos que mi papá no me había dado permiso por razones razonables o de lo más disparatadas, y vergonzosamente, cancelar todo arreglo previo.
Afortunadamente, las cosas cambiaron después: me mudé para sostener una renta yo sola y volví algún tiempo después a la casa paterna para disfrutar, ahora sí, de mi independencia moral y económica. De modo que cuando quería pasar un fin de semana con mi novio sólo lo hacía saber: me despedía de mi mamá con mi maletita findesemanera en mano y volvía a casa el domingo por la noche. Disponía de mis tardes, mis noches y mis fines de semana enteramente: podía hacer planes a futuro o simplemente sumarme a una invitación espontánea de tipo: "no tengo nada qué hacer ¿le caemos por unas chelas?" sin ningún trámite engorroso. Si quería, podía volver a casa a las seis de la mañana después de una fiesta aunque debiese ir a trabajar a las ocho, pues confiaba plenamente en la respuesta de mi cuerpo al Red Bull y las cafiaspirinas. Si me llegaba un requerimiento de Hacienda por no pagar mis impuestos, lo platicaba con mi mamá mientras cenábamos panquecitos frente a la tele. Si quería hacerme un tatuaje, me lo hacía y ya. Le tomaba fotos y luego las subía a féisbuc. Me convertí en un adulto y me volví dueña de mi vida completamente.
Y entonces firmé un contrato con una agencia y volé a Estados Unidos para convertirme nuevamente en un ser dependiente de dos adultos, lo que durante mi fase de optimismo quierovivirestaexperienciacontodoloqueincluya me pareció razonable y, lógicamente, soportable. Pero ¡oh, Yisus, no sabía en la que me estaba metiendo!
Hoy, a diecisiete meses de iniciar esta vida, puedo decir que estoy francamente harta. No harta de los niños (sí, un poco), ni de la gente o los lugares que he conocido aquí, ni siquiera de estar lejos de casa: estoy harta de vivir como una adolescente. Estoy cansada de merodear en la cocina esperando el momento justo -además de la palabra precisa y la sonrisa perfecta, Silvio dixit- para preguntar si puedo usar el coche. Me tiene fastidiada el no poder decidir qué hacer con mis fines de semana libremente porque no sé si tendré disponible el auto, como cuando siendo adolescente, no sabía si tendría permiso de mis papás. Me tiene cansada estar encerrada de lunes a viernes en esta casa porque tengo un curfew a las once de la noche, y el día que lo violé por ir a un concierto, los hostpadres me sentaron en la sala y me dieron una larga charla sobre el respeto y la buena conducta, y aterradoramente, mencionaron la posibilidad de prohibirme usar el coche como castigo. Estoy cansada de preocuparme por evitarme regaños -y es que estoy en espera de que me llegue una nueva multa por speeding y me la vivo al acecho de Mr. Postman para que me la entregue en mis manos sin que los hostpadres se enteren- y en general, me siento muy deseosa de recuperar mi vida de adulto.
Por eso es que en las más recientes semanas he cambiado un poco mi percepción sobre la mejor edad para ser au pair. Pienso que mi inexperiencia laboral a los 18 años no habría sido tan difícil de sobrellevar, finalmente. Al menos no tanto como tener una segunda adolescencia en casa ajena.
6 comentarios:
Creo que es una (de las miles) de preguntas que más implica al momento de vivir la vida au periana. Dímelo a mí que vivo ese meollo en este preciso momento.
Yo tengo 18, y me voy a USA en un mes. Precisamente una de las razones por las cuales elegí este programa es porque, si bien quiero independizarme, no estoy lista aún para convivir sola y despegarme del ambiente familiar, esto me brinda posibilidad de ambas cosas. Al volver sí, voy a mudarme de ciudad para empezar mi carrera, con otra visión de las cosas. Saludos!
Testifico que es cierto!!! Yo tambien estaba HARTA de vivir mi vida pensando en si a los hostparents les pareceria bien lo que hago o no. Cuando termine no pude haber estado mas agradecida por volver a tener la capacidad de decision de un adulto, ese fue el mejor premio al final. Ya casi te toca a ti Vainilla y veras que bien se siente. Un abrazo! :)
Me siento muy identificada con todo lo que has escrito en esta entrada, mi padre tambien era de ese estilo hace unos años, cuando yo era adolescente. Segun me fui haciendo adulta no tuvo mas remedio que irme dando algo mas de libertad y justo un año antes de venir aqui, me independice con mi chico, así que ya no tenia que rendirle absolutamente ninguna cuenta a nadie. Me vine con 26 años, y para mi fue como volver atras en el tiempo, otra vez dar explicaciones que yo ya no tendria porque estar dando, la verdad. Te comprendo perfectamente y te mando muchos animos con tu multa!
Besitos!
Qué bonita reflexión.... me gusta mucho cómo expresas tus sentimientos.
Nena de verdad cualquier parecido con mi realidad es mera coincidencia, paso por lo mismo el día a día xq quiero de regreso mi vida independiente, el ya no tener que depender y pedir permisos para todo. Me asfixia en las últimas semanas.. Y coincido en que antes de los 20 es una gran edad :D
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