"Recuerdo cada vez que llevaba a los niños al parque,
veía pasar los aviones y decía: 'algún día yo estaré
volando de regreso. Algún día.' ¡Y ya era ese día!"
-Pepina-
veía pasar los aviones y decía: 'algún día yo estaré
volando de regreso. Algún día.' ¡Y ya era ese día!"
A Pepina la conocí un sábado. Yo tenía aquí seis meses y ella apenas una rama (ejem, no. Perdón. Una semana.) Para ese entonces Luciérnaga y yo éramos bests y le dimos la bienvenida comiendo unos tacos horribles en un minimercado latino. Creo que nuestra labor como comité de bienvenida fue pésima porque nos dedicamos a quejarnos y a reenlistar por quincuagésimonovena vez todo lo que extrañábamos de México en lugar de congratularla por su decisión de emigrar. Sin embargo, Pepina perdonó la mala inauguración y se convirtió en mi amiga: una excepcional, vale aclarar.
El tiempo pasó. Yo decidí extender. Ella no (aunque se lo imploré y recurrí al chantaje) y terminó su año de au pairismo hace una semana para volar de vuelta a México después de una despedida con hamburguesas y crisis de equipaje aeroportuaria.
Su partida involucró más que una despedida pues representó, además, una reconfiguración de mis expectativas sobre volver. Acompañarla durante las últimas de sus semanas de estadía en este país hizo que todas a su alrededor experimentáramos la partida casi como si fuésemos nosotras quienes estábamos despidiendo de la vida au pair.
Por ejemplo: ver a Pepina empacar me hizo temer sobre el peso que tendrán mis maletas cuando vuelva, pues durante este año y medio he adquirido una exorbitante cantidad de ropa y zapatos: la mayoría altísimos y con suelas pesadas, mismas que espero la próxima vez que me asalten, funcionen como arma letal voladora y compensen el desfalco al que me sometí por adquirirlos. También me dio temor pensar en tener que despedirme de esta casa con todas sus comodidades y sus habitantes, a quienes no sé si aprecio más que a las comodidades, pero definitivamente sí estimo. Al mismo tiempo, la noche en que despedimos a Pepina, me di cuenta de aunque estoy ansiosa por volver, aún no estoy lista para hacerlo -quizá nunca lo esté- y enfrentarme al estrés de conseguir un nuevo empleo, manejar en carreteras agujeradas y renunciar a los planes viajeros de cada fin de semana.
Y es que la vida de au pair es muy confortable. Desde luego, como he repetido incesantemente desde que llegué, resulta abrumador vivir con una familia extraña y depender de ella, hacerse cargo de niños malcriados y perder uno o dos años haciendo algo laboralmente improductivo. Pero simultáneamente, cuando uno se adapta, el confort comienza.
Uno se acostumbra pronto a que el servicio celular siempre esté cubierto y uno no tenga que cruzar los dedos al enviar un mensaje esperando que el saldo restante sea suficiente, a tener amigas que comparten la misma realidad que uno y que siempre estarán cerca porque el exilio afianza los lazos, a que cada fin de semana haya un plan emocionante para llevar a cabo, a los domingos de Starbucks, a tener un automóvil que nos haga olvidar las incomodidades del transporte público, a los servicios primermundistas, al poder adquisitivo gringo, y a tener un trabajo estable que nunca cambia pues se trata de repetir la misma rutina cada día: nunca aparecerán compañeros de trabajo antipáticos ni clientes detestables.
Su partida involucró más que una despedida pues representó, además, una reconfiguración de mis expectativas sobre volver. Acompañarla durante las últimas de sus semanas de estadía en este país hizo que todas a su alrededor experimentáramos la partida casi como si fuésemos nosotras quienes estábamos despidiendo de la vida au pair.
Por ejemplo: ver a Pepina empacar me hizo temer sobre el peso que tendrán mis maletas cuando vuelva, pues durante este año y medio he adquirido una exorbitante cantidad de ropa y zapatos: la mayoría altísimos y con suelas pesadas, mismas que espero la próxima vez que me asalten, funcionen como arma letal voladora y compensen el desfalco al que me sometí por adquirirlos. También me dio temor pensar en tener que despedirme de esta casa con todas sus comodidades y sus habitantes, a quienes no sé si aprecio más que a las comodidades, pero definitivamente sí estimo. Al mismo tiempo, la noche en que despedimos a Pepina, me di cuenta de aunque estoy ansiosa por volver, aún no estoy lista para hacerlo -quizá nunca lo esté- y enfrentarme al estrés de conseguir un nuevo empleo, manejar en carreteras agujeradas y renunciar a los planes viajeros de cada fin de semana.
Y es que la vida de au pair es muy confortable. Desde luego, como he repetido incesantemente desde que llegué, resulta abrumador vivir con una familia extraña y depender de ella, hacerse cargo de niños malcriados y perder uno o dos años haciendo algo laboralmente improductivo. Pero simultáneamente, cuando uno se adapta, el confort comienza.
Uno se acostumbra pronto a que el servicio celular siempre esté cubierto y uno no tenga que cruzar los dedos al enviar un mensaje esperando que el saldo restante sea suficiente, a tener amigas que comparten la misma realidad que uno y que siempre estarán cerca porque el exilio afianza los lazos, a que cada fin de semana haya un plan emocionante para llevar a cabo, a los domingos de Starbucks, a tener un automóvil que nos haga olvidar las incomodidades del transporte público, a los servicios primermundistas, al poder adquisitivo gringo, y a tener un trabajo estable que nunca cambia pues se trata de repetir la misma rutina cada día: nunca aparecerán compañeros de trabajo antipáticos ni clientes detestables.
Uno se habitúa a la vida au pair mientras mira los aviones en el cielo esperando por el momento en que tomemos el propio y volvamos a casa; y cuando ese momento llega, nada podría ser más agridulce: volvemos a lado de los nuestros, nos olvidamos de adivinar humores ajenos, recuperamos nuestra libertad, nos reencontramos con nuestros sabores y nuestros semáforos con sus lindas luces verdes tintineantes, pero también sabemos que no volveremos a comprar una blusa Aeropostale en un buen rato, que nuestras amigas tienen novios u otras amigas y no siempre estarán disponibles los fines de semana, que ya no somos las hermanas mayores adoptivas y tenemos que luchar por el último trago de CocaCola contra nuestros hermanos -los de a deveras-, que en nuestra casa no hay agua caliente las 24 horas, que nadie nos pagará nueve mil pesos (o el equivalente a la divisa de nuestro país) por supervisar a un par de niños pequeños -labor que nos permite actualizar féisbuc, divagar, o reposar horizontalmente en horas laborales- y sobre todo: que la vida ha vuelto a ser justo como era cuando decidimos que queríamos un cambio.
6 comentarios:
Hola Vainilla.. ¿Cuanto falta para tu agridulce regreso?
Hola, Paloma. Me faltan cuatro meses. ;)
Jeje, yo tambien he pensado alguna vez "algun dia ire en uno de esos aviones de vuelta a mi pais" , sobre todo los primeros meses aqui, que fueron los mas duros.
me encantan tus entradas, algún día seré aupair recordare esta entrada.
Hey Vainilla! Gracias por tu comment :) Queria responderte por interno jejeje. Yo no pague taxes de nada, cero. No vino el IRS a jalarme las patas, despues de que me case y al hacer papeles no tuve problema alguno. Jamas preguntaron de mis taxes nada. Mis amigas si pagaron sus taxes, les salio bien caro, pero bueno, cuentame cual es la duda escribeme a akanejmc@gmail.com y hablamos. un abrazo :)
Preciosa entrada...
Publicar un comentario