Todos los blogs de au pair cumplen el mismo ciclo: comienzan con el post que justifica con "aprender inglés" el deseo de su autora por inscribirse al programa, relatan el andar entre familias durante el match process, describen Nueva York y las amistades logradas en el training, narran un año entero -los que logran sobrevivir- de vivencias afortunadas y no tan afortunadas en casa de la hostfamilia cuidando de los pequeños y descubriendo el american life style, justifican la decisión de extender o de volver a casa, dejan entrever el final con el recuento de experiencias vividas cerca del doceavo o vigésimocuarto mes, y terminan -cuando sobreviven- con el post que describe la realidad de la ahora ex au pair al encontrarse con esa vida que dejó en stand-by cuando firmó para Cultural Care.
Pues bien, siguiendo el curso habitual de los blogs de au pair (pues no me casé con mi hostdad viudo ni aborté la misión al primer machucón de dedos), hoy debo dar lugar al post que anuncia mi partida.
Hoy llega a su fin la aventura que comencé el 29 de agosto de hace dos años cuando me despedí de mi mamá y mi hermano en un aeropuerto sin saber qué me esperaba. Hoy es ese día que muchas veces deseé que llegara y otras tantas quise aplazar indefinidamente. ¿Y cómo se siente?
Genial.
Hoy mientras tomaba el dinner con la familia en nuestra mesita de picnic al aire libre, y disfrutaba del atardecer veraniego mientras escuchaba a los pequeños hostitos discutir sobre quién tiene los ojos más azules, me di cuenta de que sí voy a extrañar a la familia. Que sí desarrollé lazos con ellos (y la au pair que no lo haga es porque de verdad tuvo una familia muy, muy jodida), y que cuando esté lejos, voy a extrañar las tardes del dinner together, los grititos de júbilo infantil, la vida familiar de seis a siete -nomás en ese horario-, la compañía y ser testigo de la enternecedora capacidad infantil de sorprenderse por todo.
Sin embargo, a pesar de la añoranza que se avecina, estoy muy contenta de partir. Me siento muy satisfecha por lo que logré. Tomé mis maletas y volé sin saber cómo aterrizaría. Y hoy que subí el zípper de mi maleta para no abrirla más, me recordé que conseguí lo que quería y de que es tiempo de moverme. Que me puedo congratular a mí misma porque no es un viaje sencillo -a pesar de que todos crean que venimos a pasearnos- y que, a pesar de mis quejas y berrinches, siempre tuve la actitud adecuada para sortear las dificultades que se me presentaron. Que sobreviví a la extinción one by one, de las otras paisanas au pair que conocí en el training, porque hice un buen trabajo, porque la suerte y las bendiciones de mi mamá me acompañaron y porque siempre me recordé que por muy malo que esto fuera, no sería para siempre y sin embargo, los recuerdos positivos que yo me produjera, sí.
Entonces, sí, habría querido que mi familia fuese más generosa, los niños menos malcriados, que mi novio esperase por mí, que mis meetings fueran más divertidos y que la comida en esta casa tuviese un poco de sal de vez en cuando, pero en realidad, si miro hacia atrás no hay nada que me haya perturbado lo suficiente como para hacerme caer.
Y hoy termino esta experiencia justo como esa Vainilla en México, muerta de miedo y de excitación, de ambiciones y preocupaciones, lo deseaba: satisfecha y con ganas de mirar hacia adelante.