domingo, 22 de septiembre de 2013

La Última Entrada

Han pasado tres meses desde que salí de la casa de los Lawrence. Siempre tuve mucha curiosidad sobre how the life goes después de que uno es au pair, así que aquí les ofrezco un update sobre lo que pasó con mi vida cuando cerré la puerta de la casa marylander por última vez. Como es mucho lo que me viene a la cabeza, y dado que es la última entrada que escribiré para este blog, el texto está organizado en mini-episodios.

I. La Ida.

El último sábado en Maryland, fui con la hostifamilia a Cheesecake Factory y comimos todos juntos como la familia armónica que intentamos ser durante cuasi dos años: las remembranzas, los suspiros y los ¿aquiénvasaextrañarmás? fueron nuestro aperitivo y nuestra sobremesa. Al día siguiente pasé mi último
Dorothee, probably
you wouldn't realize
how much I've
missed you.
domingo con Sandy, mi remaining best friend, y con el resto de la comunidad latina de aupis. Fue una despedida de alitas y cerveza, de buenos deseos y vibras muy chiditas (¿y quién no podría emanarlas mientras degusta alitas hot BBQ sumergidas en blue cheese?) Me sentí contenta de haber creado lazos duraderos con otras personas -y no de ningún Mr. Wilson al estilo 'Náufrago'- y me despedí de ellas agradeciéndoselos. De regreso, manejé sola por el bosque lleno de curvas y trampas mortales en forma de venados saltarines, y supe que lo iba a extrañar: good bye foggy, sunny, cloudy, rainy and ocasionally snowy forest. Contigo conocí todas las estaciones. Después, dormí en mi cuarto ya vacío, con mis maletas al pie de la cama, y no pude evitar compararme con la mujer que llegó hacía dos años sin saber qué le esperaba.

El lunes antes de volar, me despedí del niño mayor, con quien entablé una relación muy somera: "bye, niño, procura ser menos llorón en los próximos años o te harán cachitos en la secundaria." Del hostpadre me despedí en el porche con un abrazo tan fuerte como emotivo y mis más sinceras gracias porque fue un buen maestro, un jefe genial (no así un hostipadre) y un gran apoyo para mí, y partí en el coche manejado por la hostmadre en compañía de los dos más pequeñitos miembros de mi familia adoptiva. En el aeropuerto me despedí de ellos sin grandes dramas: a la hostmadre la abracé y le di las gracias, y de los pequeños me despedí sin sacarlos de su sillita para coche. "Vainilla, no tienes que irte. Puedes vivir con nosotros para siempre" me dijo Romualdito como despedida final. Lump in throat. Bajé mis maletas, les dije good-bye con la mano hasta que el coche se alejó lo suficiente, y los dejé ir para siempre.

II. El Fracaso de mi Sueño Americano 2.0

Seguí mi camino y volé hacia Florida, donde continuaría con mi sueño americano en casa de mi tía: conseguiría un empleo y aplicaría para la residencia. Sin embargo, dos semanas después y un día antes de que agotara el período de gracia, decidí volver a mi México de baches, inseguridad, desempleo y reformas inútiles.
La decisión no fue fácil, porque una parte de mí deseaba extender por siempre los fines de semana de Sweet Frog y heredar el automóvil seminuevo de mi tía, además de garantizarme una vida de envidiables actualizaciones en féisbuc producto de mi privilegiada ubicación geográfica, pero sobre todo: aceptar el ofrecimiento de trabajar en la edición en una revista, como he deseado por años. Sin embargo, on the other hand, el precio de esa vida era muy costoso y no estaba dispuesta a pagarlo. Venía huyendo de una vida de adolescente que, a pesar de la tina de baño, el aire acondicionado y la alacena llena de galletitas, terminó por hacerme sentir asfixiada. De modo que a pesar de las promesas de independencia que la vida en Florida planteaba para mí, decidí que no quería vivir una tercera adolescencia, pues por lo menos me llevaría un año aplicar para la residencia y volverme un ente libre. Mientras, dependería de otros adultos para hacer cualquier cosa: ir por un helado, planear los fines de semana o simplemente ir al súper a comprar toallas sanitarias, aunado al riesgo que se corre en la costa este de que un cocodrilo te arranque una nalga durante un día de campo; y no quería más eso. Quería volver a ser un adulto, tener un empleo que me permitiera chismear de un escitorio a otro con una taza de café en mano, beber con mis amigas y jurar sobriedad durante las resacas para violar mi promesa en la siguiente oportunidad, vagar libremente sin el temor a que mi estadía ilegal quedase al descubierto y rodearme de personas que compartieran mi creencia de que no hay amor más puro que el que se siente por los tacos de pastor.
Entonces, una noche anterior al vencimiento de mi visa decidí decirle adiós para siempre a mi sueño americano, confiando en que en México quizá me esperaba algo bueno a pesar de sus horribles cifras. Así que me despedí del rico clima floridense, de las ranas que saltan sorpresivamente entre los jardines, los camellones llenos de palmeras, la promesa de conocer Universal Studios, los rompecabezas y cervezas vespertinos a lado de mi tía y de la fantasía de que ahí podía ser feliz. Y un sábado confuso, doloroso, con la sensación de estar saltando al vacío, le dije adiós a la vida en Estados Unidos y volé de vuelta a mi país.


III. La Adaptación

La noche en que llegué a México, Pepina me recogió en el aeropuerto. Reencontrarme con ella después de tantas historias fue la mejor bienvenida a mi vida de post auparismo. Sin embargo, esa noche apenas era el inicio de un nuevo proceso de adaptación, que no fue como cuando uno llega a Estados Unidos y todo resulta novedoso y motivador aunque sea más complicado que como se conoce en su versión nativa. No: todo resulta conocido pero espantoso, y los tacos, aunque deliciosos y cuasi curativos, no tienen el poder de encantar lo suficiente para que ignoremos tantas cosas terribles de México: la pésima educación vial, la basura en las calles, el lentísimo servicio de internet pero sobre todo, que las señales de alto digan 'alto' y no 'stop'. Terrible.

Es decir: tuve que readaptarme no sólo a las experiencias que ya me desagradaban desde antes de irme, sino a otras que nunca antes me habían molestado. Por ejemplo: que los camellones no estén arbolados y que sea imposible encontrar una sombra durante una larga caminata, o bien, que la gente sea tan morena y feíta (sí, sí, que Diego Rivera y sus gordas de subjetiva belleza me perdonen, y todos ustedes también, pero juro por los sopes que me estoy comiendo justo ahora, que eso me pasó) o que no haya ninguna actividad interesante qué hacer los fines de semana en la provincia donde vivo: tuve que olvidarme de buscar exposiciones y festivales findesemaneros como los que había en DC y Baltimore cada quince días.

Después, claro, tuve que hacerle frente a las dificultades que ya sabía que me esperaban: no tener dinero para comprar online cualquier estupidez que se me antojara (una tejedora mágica, pantuflas que brillan en la oscuridad o un pelapapas motorizado y con musiquita), andar en autobús, comprar helado económico y nunca jamás un Ben & Jerry's, tener que compartir todo en casa con mis hermanas, tener un servicio de cable regular, colgar la ropa en tendedero y secar los trastes con una toalla, acostumbrarme a los fines de semana sin playa, sin shopping, sin restaurantes buffet, sin amigas cuasi hermanas y sin la emoción de conocer un lugar nuevo cada vez, y extrañar locamente la comida chatarra y mucha fastfood.

Queridas alitas: no saben cuánto las extraño.
Sin embargo, es la capacidad de adaptación lo que ha hecho al hombre un sobreviviente en la historia, y por eso, aunque al principio extrañé con locura los dólares en mi cartera, poco a poco me reajusté a la que alguna vez fue mi realidad. Reír con mis hermanas durante horas, abrazar a mi mamá y comer su rica comida, visitar a mis tíos, caminar (¡sí, ahora me encanta caminar!), decidir entrar y salir de mi casa a la hora que quiero, comer lo que me gusta y en las cantidades que quiero, sentirme cómoda en pijama a las cinco de la tarde de domingo, y sobre todo: volver a ser dueña de mi vida, son factores que ayudaron a que la transición fuera más amable.Ya no tengo que tolerar caras malhumoradas en las mañanas de gente que no es mi familia, ni tengo que mendigar comida, no tengo que estar presente en fiestas familiares incómodas, puedo entrar con zapatos a mi cuarto, no tengo que pasar mis días encerrada en casa por no tener coche para hacer lo que sea, y puedo volver a casa tan tarde y tan ebria como me venga en gana: o sea, a las nueve de la noche y sobria por supuesto, pero saber que es mi decisión y que yo he de pagar las consecuencias, es invaluable.


IV. Mi Vida Ahora

Cuando estaba en EUA y tenía episodios de homesickness y nostalgia magnificada, recordaba mi vida en México como la vida perfecta: mi mamá siempre sonriente y solícita, comidas familiares a diario con sobremesas memorables, jueves de cervezas entre amigas religiosamente agendados, la comida casera siempre deliciosa, y yo en tacones, sonriente y agradecida todo el tiempo. Sin embargo, he de decir que desde que llegué he salido con mis amigas quizá un par de veces y que hay amigos a los que ni he visto a pesar de que por féisbuc parecíamos extrañarnos mucho, que los fines de semana los paso en pijama viendo la televisión, que a mi regreso, me encontré con que mi mamá tiene un empleo, debido al cual, trabaja todo el tiempo y por lo cual, casi nunca pasamos tiempo juntas, que mis hermanas tienen una vida en la que ya no estoy incluida, y que aunque la comida es rica aquí, resulta que también extraño mucho la de allá. Es decir: la añoranza modifica la percepción de la realidad de una manera muy tricky. Entonces, uno tiene que poner mucho de su parte para reajustarse a su nueva vida.

Pero no se preocupen: aunque al principio la comparativa es una constante, con el tiempo uno se acostumbra, y posteriormente, se resigna a que los Cheetos sepan feítos. Hoy ya tomo CocaCola como antes, sin extrañar el Dr. Pepper Cherry y no me he atrevido a probar el que venden aquí porque dicen que no se parece al gringo, así que quiero mantener mi memoria sensitiva intacta. No extraño para nada mi trabajo con los niños: extraño a los pequeñines un montón (sí, sí: más de lo que quisiera, y tanto que aún me hace sonreír cada noche la fotito de Romualdito que pegué en mi espejo), pero no extraño lidiar con ellos, atenderlos, responsabilizarme de su felicidad sin volverme loca de frustración, angustia o aburrimiento durante mis labores.
Hoy trabajo en una oficina, gano un sueldo muy promedio (al que ya me acostumbré también) y disfruto el sonido de mis taconcitos mientras me desplazo de mi escritorio hasta la copiadora, de la copiadora a la máquina expendedora de refrescos (y ya casi ni extraño que las máquinas expendedoras aquí no acepten pago con tarjeta de débito) y de la máquina de vuelta a mi escritorio. En mi trabajo hablo inglés de vez en cuando, pero cuando veo una película, no puedo evitar leer los subtítulos y ya olvidé mucho vocabulario.
El exilio me premió con un novio al que le gusta tomarse
fotitos cursis como a mí.
Y quizá lo más afortunado es que hoy, a pesar de mis fatídicos pronósticos, nuevamente estoy con alguien que llena mis días. Alguien que apareció en mi vida de la manera más inverosímil existente cuando yo ya no lo esperaba, y que en pocos meses me ha hecho tomar más decisiones que las que tomé en los últimos seis años. De modo que escribo esto desde la Ciudad de México, donde ahora vivo con quien algún día será mi esposo y que ama mis chilaquiles un poco más de lo que me ama a mí. Dejé mi vida provinciana que después del exilio, ya no me sentó tan bien. Ahora vivo en la segunda urbe más grande del planeta junto a alguien que me hace reír, pensar, soñar, y creer en el futuro, que vela por mi bienestar, me cuida, me motiva, me valora y me hace intentar ser una mejor persona cada día. Él, que cuando sonríe, me inunda de felicidad. Junto a él, que le da sentido a todo lo que pasó. Él, que esperó por mí mientras yo padecía por alguien más y mientras intentaba decidirme entre quedarme y regresar. Él, que me sorprende cada día con su nobleza y sus buenos sentimientos. Con él.

Hoy mi vida no se parece a la que era hace unos meses del otro lado del Río Bravo. Hoy aún añoro muchas cosas y todavía whatifeo con otras, pero sé que estoy en en lugar donde debo estar. Que a pesar de extrañar el metro de DC, donde encontrar un asiento disponible nunca fue problema, sé que mi lugar es aquí. Que aquí pertenezco, que aquí soy, y que no podría estar disfrutando de mi vida como lo hago ahora si no hubiese tenido la oportunidad de probarme a mí misma como lo hice al ser au pair.

V. Mensaje y Consejo

Sólo tengo un consejo para las chicas que aún están en su país indecisas: háganlo. Y otro para las que ya están en el camino: disfrútenlo.

Si yo pudiera volver a vivir mi vida, no lo dudaría: lo haría otra vez. ¿Cambiaría algunas cosas? Sí. Pero la esencia es la misma: lo haría. Es una oportunidad de crecimiento personal, de enriquecimiento cultural y de expansión de perspectiva como ninguna otra.

En realidad no es difícil ganarse la simpatía de los hostniños.
Sean pacientes, prepársense bien, elijan con cuidado pero no se obsesionen con "preguntar todo" y elegir al "perfect match" porque eso no existe. Es cuestión de sensatez, suerte, y sobre todo de actitud. Prepárense para las dificultades pero alberguen siempre gratitud para que disfruten mucho más de la experiencia. Digan lo que les molesta desde un inicio o prepárense para ulcerar su estómago durante uno o dos años. Disfruten muchísimo el training: procuren hacer muchas amigas de su zona, créanme: las ocuparán más que a las paisanas mexicanas que vivirán en el extremo contrario del país. Cuiden y quieran mucho a sus niños. No se olviden de que van a trabajar y de que una familia, por muy jodida que sea, las está recibiendo en su casa y les está confiando lo más preciado que tienen. Ahorren, pero no dejen de viajar por intentar volver con dinero a su país: verán que unos dólares en su cartera no valen tanto como un viaje memorable. Coman muchas cosas ricas y prueben muchas cocinas distintas. Conozcan mucha gente y aprendan de otras culturas. Tomen muchas fotos, compren postales, y prueben comidas raras.

Disfruten, disfruten mucho.


VI. Epílogo

Aquí acaba mi historia. Gracias a todos los que me acompañaron en este trayecto. It's been quite a while. Espero haber sido de utilidad en alguna ocasión. A partir de ahora, Vainilla se ha ido al cielo de las au pairs y yo recupero mi identidad de adevis. Si tienen alguna duda, necesitan que les reafirme alguna experiencia sobre todo lo que no se debe hacer cuando se es au pair, o tienen curiosidad sobre cómo siguió mi vida después de publicar la última entrada de este blog, pueden darme follow en mi cuenta de tuíter @ladybrookeville y contactarme por esa vía.

Gracias y hasta siempre.

Vainilla.

viernes, 14 de junio de 2013

El último día

Todos los blogs de au pair cumplen el mismo ciclo: comienzan con el post que justifica con "aprender inglés" el deseo de su autora por inscribirse al programa, relatan el andar entre familias durante el match process, describen Nueva York y las amistades logradas en el training, narran un año entero -los que logran sobrevivir- de vivencias afortunadas y no tan afortunadas en casa de la hostfamilia cuidando de los pequeños y descubriendo el american life style, justifican la decisión de extender o de volver a casa, dejan entrever el final con el recuento de experiencias vividas cerca del doceavo o vigésimocuarto mes, y terminan -cuando sobreviven- con el post que describe la realidad de la ahora ex au pair al encontrarse con esa vida que dejó en stand-by cuando firmó para Cultural Care.

Pues bien, siguiendo el curso habitual de los blogs de au pair (pues no me casé con mi hostdad viudo ni aborté la misión al primer machucón de dedos), hoy debo dar lugar al post que anuncia mi partida.

Hoy llega a su fin la aventura que comencé el 29 de agosto de hace dos años cuando me despedí de mi mamá y mi hermano en un aeropuerto sin saber qué me esperaba. Hoy es ese día que muchas veces deseé que llegara y otras tantas quise aplazar indefinidamente. ¿Y cómo se siente?

Genial.

Hoy mientras tomaba el dinner con la familia en nuestra mesita de picnic al aire libre, y disfrutaba del atardecer veraniego mientras escuchaba a los pequeños hostitos discutir sobre quién tiene los ojos más azules, me di cuenta de que sí voy a extrañar a la familia. Que sí desarrollé lazos con ellos (y la au pair que no lo haga es porque de verdad tuvo una familia muy, muy jodida), y que cuando esté lejos, voy a extrañar las tardes del dinner together, los grititos de júbilo infantil, la vida familiar de seis a siete -nomás en ese horario-, la compañía y ser testigo de la enternecedora capacidad infantil de sorprenderse por todo. 

Sin embargo, a pesar de la añoranza que se avecina, estoy muy contenta de partir. Me siento muy satisfecha por lo que logré. Tomé mis maletas y volé sin saber cómo aterrizaría. Y hoy que subí el zípper de mi maleta  para no abrirla más, me recordé que conseguí lo que quería  y de que es tiempo de moverme. Que me puedo congratular a mí misma porque no es un viaje sencillo -a pesar de que todos crean que venimos a pasearnos- y que, a pesar de mis quejas y berrinches, siempre tuve la actitud adecuada para sortear las dificultades que se me presentaron. Que sobreviví a la extinción one by one, de las otras paisanas au pair que conocí en el training, porque hice un buen trabajo, porque la suerte y las bendiciones de mi mamá me acompañaron y porque siempre me recordé que por muy malo que esto fuera, no sería para siempre y sin embargo, los recuerdos positivos que yo me produjera, sí.

Entonces, sí, habría querido que mi familia fuese más generosa, los niños menos malcriados, que mi novio esperase por mí, que mis meetings fueran más divertidos y que la comida en esta casa tuviese un poco de sal de vez en cuando, pero en realidad, si miro hacia atrás no hay nada que me haya perturbado lo suficiente como para hacerme caer.

Y hoy termino esta experiencia justo como esa Vainilla en México, muerta de miedo y de excitación, de ambiciones y preocupaciones, lo deseaba: satisfecha y con ganas de mirar hacia adelante.


lunes, 3 de junio de 2013

Empacar

Resulta que voy a enviar mis pertenencias a mi nueva morada por correo tradicional para no pagar sobrepeso al abordar y así evitar que los magnates de las aerolíneas se compren otra casa en Hawaii con lo que me cobrarían por exceso de equipaje. De modo que, a menos dos semanas de mudarme, estoy empacando todo lo que adquirí en los últimos veintiún meses de mi vida y algunas otras cosas que me acompañaron desde México y sobrevivieron al exilio. 

Folletería de los lugares visitados.
Tan linda como inútil.
Comencé empacando la ropa invernal que ya no usaré en los siguientes días y depuré mi guardarropa embolsando esas otras prendas que han cumplido su ciclo de vida apareciendo en suficientes fotografías de féisbuc. Para las chamarras, usé bolsas que empacan al vacío, de modo que el bulto quedó comprimido y me ahorré mucho espacio (muy, muy recomendables. Cinco bolsas a veinte dólares en Amazon.com o Five Below). Los zapatos aún no los empaco porque siento que quiero usarlos todos, mientras que al mirarlos en fila me siento entre orgullosa y avergonzada de poseerlos: ¿cuándo acumulé veinte pares?

Parte de mi experiencia au pair la invertí planeando
una boda que jamás hubiera podido pagar.
Vacié mis cajones para decidir qué conservar y qué desechar, y me encontré con un sinfín de chácharas (la porquería materializada) que almacené a lo largo de mi estadía por las más variadas razones: flojera, aprecio o temor a desecharlo y necesitarlo después. Encontré un recibo de pago del curso de inglés tomado en enero de 2012, diseños a mano alzada del que sería mi vestido de novia, las cajitas de SENSA que compré cuando decidí que quería bajar de peso sin sudar -juro solemnemente no volver a ser víctima del telemarketing-, un fólder rojo y agrietado con mis estados de cuenta mensuales, los folletos que conservé como souvenirs de los viajes realizados,  mis agendas 2011-2013, así como también el set de pinceles y brochas que compré para nuestras cada vez más ausentes sesiones de art craft. Mientras que de mi corcho de pared aún penden algunas postales, un calendario, una tabla de conversión de medidas cortesía de Cultural Care, varias tiras de fotografías de cabina (sueño americano número 2894), una receta para enfrijoladas que nunca preparé, una corona de flores que me regaló Pepina y muchísimos pedazos de papel con contenidos tan variados que van desde listas de pagos por hacer, frases de autoapoyo para evitar el sucidio en la desolación, hasta el dibujo a pluma de un pequeño ponny que tracé en una tarde de aburrimiento. De todos esos artículos, como Darwin apuntó hace dos siglos, sólo sobrevivirán los que sean necesarios para repoblar mi nuevo hogar. Allá donde voy, no necesito un mapa de metro de Washington DC.

Por su parte, los artículos de uso personal aún no los empaco porque durante los siguientes trece días  aún necesitaré crema, mousse, astringente, y todos esos artilugios de uso femenino y metrosexual. Sin embargo, me encuentro doblando las dosis para depurar un poco la canasta, pues no quiero que a causa de unas gotas de sílica para el cabello mi muy ajustado presupuesto escape de los límites previstos.
A su vez, mi baúl de accesorios para arreglo personal, que durante el último año fue significativamente enriquecido por una señorita de nombre Claire (que es la versión gringa -y morada- de TodoModa) también tendrá que pasar por un riguroso filtro, al que no sobrevivirán los aretes que me lastiman ni las diademas que se me resbalan, a fin de hacer un poco más de espacio en la maleta de carry-on.

Mientras que mi ya armado rompecabezas de mil piezas de Sgt. Pepper lo podré transportar gracias a un adhesivo especial para rompecabezas armados por au pairs aburridas por las tardes (¡así dice el frasco!) que se aplica por encima y lo vuelve 342% más transportable, de modo que no tendré que numerar del uno a mil cada pieza del rompecabezas para volverlo a armar cuando llegue a casa.

Finalmente, bolsas, bufandas, guantes, mascadas y todos esos accesorios que siempre se guardan en el cajón inferior de nuestras cómodas, tendrán que pasar por el mismo proceso depurador. Tristísimo pero práctico.
Muchísima porquería que ya no continuará el viaje.

Y así es como uno vacía un año entero -o más- dentro de un par de maletas. Hacerlo  es motivador, casi tanto como nostálgico. Es estimulante saber que finalmente me estoy moviendo después de pasar tanto tiempo estática, pero no puedo evitar la nostalgia cuando me encuentro con esas fotitos mías haciendo caras raras junto a mis amigas que también hacen caras raras, o los dibujitos en crayones hechos por mis pequeños yankees con cariño para su au pair.
Empacar es, entonces, un recordatorio de que debemos seguir adelante, y también, de que una vez que nos ponemos en el camino, no todo lo que hemos conseguido puede acompañarnos de vuelta.


domingo, 5 de mayo de 2013

De cómo sobrellevar un corazón roto en casa ajena

Para ti, que un mes de mayo como éste,
decidiste instalarte en mi vida para siempre,
aunque te mudases seis años después.
Feliz primer no aniversario.


A los tres días romper mi compromiso, salí con mis amigas por unas cervezas. Para tal reunión, me monté en mis zapatos altos, me planché el pelo y me maquillé como hago cada vez que salgo de noche y quiero unas fotos decentes para compartir en feis. El ritual anterior me mereció un: "¿Y sí te afectó lo de tu novio? Yo te veo muy bien" de mi amiga la chilena, seguido de un: "cuando mi novio se fue después de seis años juntos, yo no podía ni salir de la cama". 

Sucede que cuando uno es au pair, quedarse en cama no está permitido. No sólo, obviamente, porque hay que levantarse a atender a los niños, sino porque no podemos permitir que los hostpadres tengan acceso completo a la forma en que enfrentamos las dificultades de nuestra vida, pues no existe esa línea divisoria que convierte a un empleado en ser humano en cuanto cruza la puerta de su oficina. Todo el tiempo estamos bajo la mira aunque nuestras horas laborales hayan concluido.

Es decir: no es que no tuviera deseos de hibernar indefinidamente sepultada entre cobijas y recuerdos -principalmente por estos últimos- sino que no podía permitírmelo, pues a pesar de que  los hostpatrones mostraron comprensión y empatía por mi pesar (¡me compraron un cartón de cervezas mexicanas para ahogar mi pena!), siempre supe que no podía dejarles ver cuán afectada estaba. Temía que si un día, la pequeña Dorothee se tragaba un litro de detergente o yo estrellaba el coche contra un árbol, se lo atribuyeran a mi falta de concentración por traer la cabeza no sé en dónde. Entonces procuraba sonreír cuando deseaba sólo cerrar los ojos y no saber más, sollozar en la soledad de mi habitación cuando en realidad tenía ganas de gritar y maldecir, y por su puesto, tratar de que mi semblante off-duty fuese óptimo para que los hostpadres no desconfiaran de mi desempeño; traducido esto, en llantos prolongados encerrada en mi coche en el estacionamiento del gimnasio para volver a casa fresca y sonriente con un café frappé en mano (sí, sí: yo soy esa mujer que va al gym y al salir se compra un frappé con mucha crema batida para compensar la pérdida de calorías).

Y fue muy difícil. Fue un arduo -y muy fucking doloroso- trabajo hacerlo sola, porque de haber estado en México, la confrontación habría sido muy distinta. Para empezar, habría estado con mis otras amigas (con quienes comparto esa afinidad por curar toda herida con alcohol: ya sea en la piel o en los afectos), habría tenido el constante apoyo del Comité Femenino AntiPatanes conformado por mi mamá y mis hermanas, y habría podido deambular tan cabizbaja como se me hubiera antojado porque no habría tenido necesidad de fingir que ya lo había superado. Sin embargo, vivir y trabajar con una familia 'adoptiva' significa que cuando las cosas se ponen difíciles, uno tiene que sacar fuerza de sí mismo para afrontar la situación (a menos que de verdad tengas una relación madre-hija con la hostmom y te siente bien llorar en su regazo). Y aunque lloriqueé al teléfono con mi mamá casi a diario durante un mes, no tuve otra opción más que afrontar mi dolor yo misma, y con el paso del tiempo, recuperé mi sonrisa, mi visión a futuro y menos afortunadamente, mi talla.

No obstante, eso no significa que ya no extrañe ni lamente todo eso de lo que nos hemos perdido. A cinco meses, hoy debo admitir que la añoranza no se ha ido. Aún hoy, cada vez que preparo una sopa, sonrío porque sé que a él le encantaría probarla. Aún aparece en mis sueños: con sus camisas a cuadros y los huecos que se formaban en sus mejillas al sonreír. Todavía recuerdo con nostalgia -de ésa que duele- aquella mañana que cobijando mi cuerpo con el suyo me preguntó si quería ser su esposa, y no puedo dejar de preguntarme a dónde se fueron esas intenciones. Aún hoy, nuestras fotos tienen un extraño magnetismo que, cuando me topo con alguna, me impide dejar de observarla y no puedo evitar sentir que el tiempo no ha pasado y los sentimientos son los mismos. Hasta este día, "el tiempo y la distancia hicieron mella en lo que sentía por ti" resuena en mi cabeza sin tener sentido, pues aún hoy sigo sin entender porqué en mí no cambió nada. Aún pienso en lo que hará cada día, cómo habrá pasado su cumpleaños, las vacaciones y, más malsanamente, San Valentín, qué pensará de las amenazas bélicas de Norcorea y la liberación de Cassez y si todavía encoge los hombros al reírse. Aún hoy su voz suena con eco en mi cabeza y recuerdo claramente las cicatrices en el dorso de su mano izquierda. Todavía miro fotos de bodas y me parece escuchar un 'quiero pasar el resto de mi vida haciéndote feliz' que murmura entre las imágenes. Aún hoy, nadie llena mi mundo como lo hacía él y a nadie puedo compartirle lo que cruza por mi cabeza sabiendo que no seré juzgada (loca, inmadura, puta, débil mental o 'eres bien mamona, we'). Hasta el momento, a nadie ha vuelto a importarle saber de los venados que cruzan por mi jardín, los datos irrelevantes que aprendí leyendo por ocio (¿sabían que Susan Atkins no apuñaló a Sharon Tate y que por ende, el "Woman, I have no mercy for you" fue un invento hollywoodense?) y el par de prendas de lencería en rebaja que compré el último fin de semana. Aún hoy pienso en lo lindo que habría sido contarle de mi amiga la argentina que todo entiende al revés, y de la tamaulipeca que tiene la misma afición que yo por señalar las faltas gramaticales cuando alguien habla. Hasta este día, me sigue faltando alguien que me explique el mundo como él lo hacía. De modo que desde el último diciembre hasta el día de hoy he caminado a medias, porque si bien las motivaciones vuelven y los ánimos mejoran, los sentimientos siguen carentes. Y entonces, cuando la agencia me confirmó el vuelo de regreso a mi país, no pude evitar sentir pesar por quien me acompañó en el viaje de ida pero que ya no está en el de vuelta. Es decir: ahí estaba yo revisando mi itinerario de vuelta a México, deseando poder compartírselo, mientras me esforzaba por recordarme que mi fantasía de un reencuentro aeroportuario lleno de besos y mucha saliva en medio del tráfico de gente apurada por a llegar a su terminal, ya nunca se convertiría en realidad. Que ese discurso que planifiqué tantas veces en mi cabeza, el que decía algo como "gracias por resistir: a partir de hoy te voy a compensar por todo el tiempo que esperaste por mí para que sepas que no fue en vano" jamás llegaría a su destinatario.

Sin embargo, he de decir que aunque mis afectos aún se duelen, el hecho de que la ruptura ocurriese aquí, tuvo varias ventajas. En principio, evitó que me entregase a la autocompasión, pues tenía un trabajo que realizar y una imagen de ser humano medianamente cuerdo que mantener. Sirvió estar lejos de casa porque -a excepción de unos boxers suyos que le robé con su consentimiento y que solía usar como pijama- no hay recuerdos de nosotros en este lugar como los hubiese habido en mi ciudad donde cada lugar en el que nos besamos, taquería donde cenamos y hotel donde dormimos -o no-, habría vuelto de la cicatrización un proceso interminable. Encima, claro, favoreció el hecho de que la posibilidad de encontrarlos alguna vez en la calle, no existía y pude sobrellevar mi nueva realidad sin riesgo de retroceder cada vez que los mirase pasear de la mano. Y sobre todo, siempre ayuda recordarse que uno está consiguiendo algo aquí que, aunque quizá no valga tanto como lo que se perdió, no conseguiríamos en nuestro país de origen. En mi caso, Orlando, Las Vegas, las Cataratas del Niágara y los domingos de Starbucks con ese par amigas que se han vuelto mi familia, me recuerdan que fue mucho mejor que sucediese aquí y no allá, a pesar de las incomodidades ya citadas.

De modo que, aunque no puedo decir que la pérdida esté superada o que la sensación de abandono finalmente cesó, sí debo apuntar que, al menos, he recuperado la capacidad -y el deseo- de ver hacia el futuro. Y eso se lo debo, principalmente, al exilio.

jueves, 18 de abril de 2013

Recta final

Siempre he aborrecido los términos "recta final" o "último estirón" para referirse al período final de una etapa o proyecto, sin embargo, no encontré otro más representativo para referirme a las últimas ocho semanas que le quedan a mi aventura au pair.

Todo adquiere un matiz diferente durante el último par de meses. Y 'matiz diferente' es un término tan bonito para denominar, principalmente, a mi creciente desvergüenza de los más recientes días: los últimos de mi vida au pair. Eufemismos, creo que se llaman.

Sucede que cuando el rematch deja de ser un peligro latente, cuando tu dominio en el inglés se estanca y cuando las comodidades primermundistas se vuelven una cotidianidad, las motivaciones decrecen y el compromiso cede un poco. Y entonces uno comienza a preocuparse un poco menos por su desempeño, y las situaciones que antes causaban estrés comienzan a mermar en importancia: ¿El coche tiene un ruidito raro? ¿Tus patrones quitaron el servicio de cable? ¿Tu hostmadre no te sonríe? ¿No te interesan las conversaciones a la hora de la comida? ¿Los niños no quieren comerse las verduras? ¿La familia dejó un desorden la noche del domingo? Ya nada tiene la misma relevancia cuando quedan pocas semanas de estadía. Yo he dejado de insistirle a la pequeña Dorothee que coma ejotes cuando no los quiere -no morirá por no consumir ejotes dos meses-, me dedico a hacer estrictamente las labores que me corresponden (si tuvieron una fiesta en domingo, ellos habrán de recoger el confeti pisoteado el lunes), ya no me detengo de pedirles el coche a los hostpadres cuando están de mal humor aunque sepa que me harán una mueca de disgusto, y en general, las ideas para pasar el tiempo con mi pequeña pupila se han esfumado y la motivación que tenía para inventar actividades recreativas con ella ha desaparecido completamente, lo que da por resultado que pasemos casi todo el día en casa mientras ella juega con sus muñecos y yo reposo horizontalmente en un sillón mirando el techo.

De modo que estos días están inundados por la apatía laboral. Y no puedo decir que he descuidado mis labores, porque incluso, cumplo con ellas de manera más eficaz que hace un año (¡ya nunca jamás volví a ponerle detergente líquido a la lavavajillas!), pero sí he de reconocer que mis motivaciones se han reducido prácticamente a sólo terminar esto porque ya lo empecé. Nada más. Y es que últimamente, la añoranza ha aumentado y la convicción disminuido. Antes, cuando veía el resumen fotográfico de una buena noche de fiesta de mis amigos en México, lamentaba no estar ahí, pero sabía que acá estaba yo obteniendo mucho a cambio. Ahora, quisiera echarme un clavado a la fotografía y dejar lo que tengo aquí (Five Guys incluido) por volver a estar con la gente que me quiere y ser dueña de mi vida. Ha llegado un punto de mi experiencia en que ya pocas cosas tienen sentido. Si me preguntan, extender por nueve meses fue demasiado, pues desde hace tiempo hice lo que me propuse y tomé las oportunidades que se presentaron, y ya no hay más.

Simultáneamente, en las últimas semanas, uno atraviesa por un período donde todo convierte en una despedida y los planes a futuro tienen un margen de error muy reducido: no se pueden desperdiciar días yendo a restaurantes con comida mala o visitando playas en días que resultaron tener vientos más fuertes que los pronosticados, porque no hay más tiempo para reponer. Además, cada lugar visitado, cada comida ingerida, cada fin de semana se convierte en el último: los helados de yogur con mil coberturas, los domingos de Starbucks, el inacabable peregrinar por el mall, los brindis con vodka de tres dólares... Todo comienza a tornarse cuasi nostálgico porque hay que enfrentar un adiós constante que se agudiza cuando miras la cartelera de eventos y te encuentras con que para el siguiente otoño ya no estarás aquí.

Otra característica de la recta final es que la consciencia anticonsumista que debió acompañarnos desde que cobramos nuestro primer cheque, por fin hace aparición y entonces dejamos de comprar ropa y estupideces varias sólo por impulso; tendencia que se ve favorecida por el miedo de regresar al país de nacimiento y encontrarlo devastado cuasi como en período postguerra. De modo que uno comienza a ahorrar para hacerse la ilusión de una sobrevivencia digna al estar de vuelta en casa, y así desechar la idea de vigilar la ropa en la lavadora, esperando ver flotar un billete proveniente del pantalón de algún olvidadizo hermano como único medio legal de obtener dinero mientras conseguimos un empleo.

Y por último, los días finales se vuelven abrumadores porque antes de poner un pie en el avión que nos llevará de vuelta a casa, hay que dar por terminados los asuntos pendientes en este país: empacar nuestro crecido guardarropa, cancelar la membresía del gym, la cuenta del banco y de las clases de zurcido de calcetines rotos u otras clases a las que nos hayamos inscrito, pagar impuestos o dejar hecha nuestra declaración para el año entrante, llenar los formularios de salida para Cultural Care y comprar por mayoreo todos esos artículos que en nuestro país no venden y sin los que nos creemos incapaces de sobrevivir.

Entonces, aquí estoy.  Me encuentro en la recta final de esta carrera de au pairismo que comencé hace ya algún tiempo, entregándome a las despedidas continuas y al demandante deseo de recuperar mi autonomía al tiempo que disfruto de mis agonizantes fines de semana off -que seguro se acabarán cuando vuelva a tener un empleo de verdad-, y cuchareo helados Baskin Robbins intentando convencerme a mí misma de que no son muy diferentes a los de La Michoacana, y ansío que muy pronto TJ Maxx ponga en oferta los kits de maletas.   

lunes, 1 de abril de 2013

Nieve.

Entre las muchas cosas que quería probar de Estados Unidos estaba la nieve. Ese estado de la materia que no es agua de lluvia ni hielo de granizo y que para las au pairs nórdicas resulta ordinario. Crecí viendo caricaturas gringas en las que monos de nieve con bufanda y nariz de zanahoria aparecen con regularidad haciendo del invierno una fiesta que nadie quiere perderse, de modo que una de las preguntas que le hice a mi hostfamilia durante el match es si nevaba en invierno. Cuando me dijeron que sí, lo demás poco me importó.

Un día de diciembre, mientras los hosthijos tomaban su siesta, me encontraba yo en el cuarto de la televisión viendo Breaking Bad cuando de reojo vi por la ventana una brisa extraña. Parecía como el agua que salpica de una fuente pero caía más suavemente y era blanca. Brinqué del sillón y corrí a la calle como si hubiese escuchado al camión de los helados. Estuve en el jardín girando con los brazos extendidos por un largo rato como Winona Ryder en una escena similar, mientras la escarcha se acumulaba en mi sudadera rosa. Me daría un poco de pena que mis clientes, pacientes o profesores me hubiesen visto objeto de tanto júbilo, pero es que fue un momento genuinamente emocionante, a pesar de que la nieve que cayó apenas cubrió el pasto y se derritió un par de horas después.

Días después cayó la primera nevada de verdad y mi felicidad se completó al poderme deslizar cuesta abajo en el trineo familiar y al experimentar una guerra de bolas deformes de nieve con los niños. La calle cubierta con una capa blanca, además, me ofreció un escenario encantador desde la primera vez que lo vi, que se hizo merecedor a decenas y decenas de fotografías. Después me enteré que la nieve fue clasificada por los esquimales según su esponjosidad y que la de Maryland no es tan fluffy como la de otros estados ubicados más al norte; así que cuando conocí la nieve neoyorquina-canadiense mi regocijo aumentó pues era mucho más fina y suave, tanto que simulaba un merengue e incitaba a cualquiera a tirarse de rodillas sobre ella. Ver nevar de noche, por su parte, se convirtió en otra experiencia álbum, pues la imagen de la nieve blanquecina contrastando con la oscuridad del cielo, me mereció además de muchas sonrisas, muchas fotografías. Y aunque nunca pude hacer un mono de nieve, sentí completas mis expectativas.

Sin embargo esta temporada, la inesperada duración del invierno ha comenzado a mermar la magia que la nieve trae consigo, pues a pesar del calentamiento global y el equinoccio de primavera recientemente ocurrido, el  frío no se ha ido, y la más reciente nevada cayó hace apenas unos días. Mucha nieve se vuelve fastidiosa. Uno se cansa de usar guantes todo el tiempo, de tener que asirse de los barandales para no resbalar al caminar y de depender del pronóstico del clima para poder manejar, además de que la nieve sucia de varios días no forma parte del álbum del mejor año de tu vida.

De modo que, satisfecha con mis experiencia con la nieve, empecé a añorar los días soleados de faldas cortas en que uno no necesita aplicar un ritual de limpieza con alcohol sobre los parabrisas congelados para poder manejar. Esos días en que uno no requiere unas botas horrendas para salir al mundo exterior y en los que vestir a los hosthijos para salir al jardín no te ocupa más de dos minutos porque no hay capas y capas de ropa que poner. Días en que las puertas de los coches no se quedan atoradas debido a las temperaturas y en los que uno no se quema las retinas con el reflejo blancuzco del suelo.

Pero, oh, aquéllas que son pasajeras de este autobús al que uno no vuelve a abordar, entenderán cuando les diga que me entristecí de saber que la última nevada de la temporada cayó mientras yo me encontraba de vacaciones en el costado oeste y desértico de este país. Y es que ¿cuándo volveré a correr entre las colinas blancas como Heidi si en México me espera una vida de clima seco estepario? 

jueves, 14 de marzo de 2013

Ocho mil cosas que no me gustan de EUA (parte 1 de muchas).


Si hay ocho mil cosas que me encantan de este país, lo justo es que haya también unas ocho mil que me hagan extrañar mi tierra. Así que, aquí les enlisto esos pequeños detalles que me recuerdan que no hay nación perfecta.

1.- Paranoia: supongo que cuando un país es víctima de terrorismo, es una necesidad volver más rigurosas las normas de seguridad para cualquier lugar de acceso público (aunque paradójicamente cualquiera con un arma puede ingresar a una escuela y cometer infanticidio). De modo que, aunque útil, me parece un fastidio tener que quitarme la chamarra en un día invernal o vaciar mi bolsa ante la inquisidora linternita del oficial en turno cada vez que quiero entrar a un museo. O bien, me parece terriblemente engorroso el procedimiento que se sigue cuando alguien olvida -o abandona- un paquete en algún vagón del metro: se reporta como una emergencia, el tren se detiene, se desaloja a los pasajeros mientras arriban agentes especializados antibombas para verificar que el contenido del portafolio olvidado no sea un explosivo, mientras tanto, si uno padecía un desorden estomacal y contaba con la prontitud del servicio de transporte subterráneo para llegar a tiempo al escusado, la paranoia de este país le habrá deparado un destino mucho más interesante.

La verdad es que son protocolos de seguridad que funcionan en pro del bien común y que en México servirían de mucho, pero eso no evita que uno se sienta hastiado de tener que quitarse los zapatos para entrar a un museo.

2.- El alumbrado público es prácticamente inexistente: no sé cómo se viva en la ciudad, pero en el 'country' que es donde vivimos muchas au pairs, el alumbrado público no existe. Se vive en la oscuridad perpetua. Hay que imaginarse los bordes de las calles, aceras, jardines y buzones porque no hay ningún faro que ilumine ni un poquitín. Las casas tienen sus luces exteriores pero no representan suficiente iluminación cuando uno intenta estacionarse limpiamente cerca de la banqueta sin tallar las llantas. En México, a diferencia de aquí, la electricidad es un recurso federal y es administrada como tal, lo que nos garantiza que no andaremos a oscuras a las ocho de la noche, porque el alumbrado en exteriores es provisto públicamente.

3.- Los billetes y las monedas son un verdadero lastre: ¡Oh, gloriosos aquéllos días en que podía distinguir las denominaciones de mis billetes con sólo echar un vistazo a mi cartera! Aquí los billetes son todos verdes. Para hacer un conteo de tus propiedades monetarias hay que desdoblar los billetes para saber cuánto valen. Las monedas, a su vez, son chiquititas y confusas porque no tienen ningún número que indique su valor. Además, las de diez centavos no dicen "ten cents" sino "one dime" y cuando uno es recién llegado a este país, ese tipo de denominaciones resultan más confusas que el misterio de la Santísima Trinidad. De igual modo, complica las cosas el hecho de que las monedas de cinco centavos sean más grandes que las de diez centavos pero más pequeñas que las de veinticinco.Culpo al Turista Mundial por hacerme creer que en todo el mundo los billetes eran de colores y las transacciones eran fáciles de realizarse.

4.- La vida nocturna suckea: no sé en otras ciudades del país, pero al menos aquí, los bares -que son pocos- cierran a la una de la mañana y se asemejan más bien a una bodega con bocinas. Desde que estoy aquí, he encontrado sólo un bar con mesitas altas y buena música, pues los demás son, como decía, una especie de cuarto vacío donde todos beben en vasos desechables y deambulan libremente. Puaj.
Encima, los domingos después del atardecer es difícil encontrar algo qué hacer: ¡el mall cierra a las seis! Para la Vainilla del pasado (ésa que vivió en México hasta 2011), los domingos eran el día  más esperado para deambular ociosamente en las plazas comerciales de la ciudad. A las ocho de la noche de domingo, los cafés de mi ciudad se encuentran más abarrotados que en cualquier otro momento de la semana, y en las plazas comerciales uno se topa con la mitad de sus amigos en sus mejores fachas -o no- mirando aparadores, saliendo del cine y haciendo compras huecas. Aquí uno termina en el estacionamiento de un Target tomando café de maquinita.


5.- Los peatones son una rara especie: salvo que se trate de DC, (en esta zona del país, claro), Estados Unidos está habitado más por automóviles que por peatones. La gente nunca camina -incluso se mueven en automóvil dentro de un estacionamiento cuando van de una tienda a otra: inaudito- y las banquetas están hechas prácticamente para la gente que pide limosna en los semáforos, porque no hay peatones. Jamás verás a una pareja caminar de la mano sobre una acera o a un niño haciendo equilibrio sobre la barda amarilla de un estacionamiento.
Y no es que no pueda vivir sin ellos (yo también soy una automovilista que no camina desde hace un año y medio), pero en ocasiones sí extraño ver formas de vida humana moviendo las piernas. Sobre todo, cuando tu coche se apaga misteriosamente y no encuentras ningún caminante que te lance un esperanzador "¿Necesita un empujón, güerita?" o cuando vas a una gasolinera y no entiendes cómo funciona la bomba y a tu alrededor no ves más que automovilistas sumergidos en su mundo sobre ruedas, o cuando vas a un estacionamiento público y no encuentras a nadie que te explique sobre horarios o costos, porque, a diferencia de México, en Estados Unidos no hay un oficio llamado 'velador', que es como un guardia o vigilante pero mucho menos formal y que tiene la habilidad de contestar casi cualquier pregunta sobre el negocio por el que vela.

6.- Los perros tienen más derechos que un bracero: me encantan las mascotas, me declaro en contra del maltrato animal y una de las cosas que más me gustan de EUA es el trato digno que le dan a la fauna callejera. Pero, entre eso y que un animal de compañía sea tratado como un ser humano hay una gran diferencia. Me parece innecesario tener que viajar con un animal nervioso que brinca y llena de babas y pelos tu asiento del auto, sólo porque toda la familia está pasando la noche fuera (¡una noche!) y el animalito que es un miembro de la familia, no puede quedarse en casa solo durante ese ridículo período de tiempo. O peor, que el día que la mascota de la familia tiene diarrea, hay que levantarse varias veces en la noche para sacarlo al jardín a hacer lo propio, con el ruido que provoca desactivar y activar una alarma cada vez que se abre la puerta, porque el animal, que está cubierto de pelos y que dormiría en una tibia cama para perros en exteriores, no puede pasar una noche en el jardín porque no está bien: es un animal, tiene sentimientos, pulgas y derechos. Aunque claro, siempre está bien negarle el servicio en Denny's a un latino que sólo quiere desayunar hotcakes.

Sin duda, Estados Unidos es un gran país (y por "gran país" quiero decir GRAN país), pero indudablemente, el tercer mundo también tiene su encanto, y a veces ya no aguanto las ganas de volver a probar una cerveza sin tener que vaciar mi bolsa para encontrar mi pasaporte, pagar un precio decente por un corte de cabello, y sobre todo, preguntarle al transeúnte que deambula a mi lado: "¿me dices la hora, por favor?"