viernes, 9 de septiembre de 2011

Redoble de tambores... ¡Y tu hostfamily está aquí!

Conocí a mi hostfamily hace una semana. Después de cuatro días de entrenamiento en Nueva York, algunas chicas volaron para conocer a las suyas, y otras más, viajamos en los autobuses de Cultural Care para encontrarnos con las propias.
Luego de siete horas de camino, llegamos a un centro comercial donde nos encontrarían nuestras familias. A algunas afortunadas ya las esperaban, mientras que otras más y yo, tuvimos que esperar a que llegaran por nosotras. Después de un rato y de un embotellamiento mental de pensamientos pesimistas y optimistas que se cedían el paso entre sí, reconocí a mi hostdad caminando hacia mí.

El recibimiento que me dio mi hostfamily fue bueno. Hubo sonrisas, cordialidades, globos , recorridos guiados por la casa y comida recién hecha. Suficiente para mí. Los niños parecían sentir más curiosidad que aprecio, pero bastó, al menos por ese día.

Ese mismo fin de semana, conocí a los dos pares de abuelos y al igual que los papás, fueron muy amables conmigo. Quizá por la subordinación de la que me saben objeto, o quizá porque creen en el valor de la amabilidad al desamparado en tierra extranjera, pero me trataron con bastante amabilidad y cortesía. Nada de qué quejarme. Por lo menos ese fin de semana en que me volví un anexo de la familia Stevenson.
Ahora bien: uno no llega a casa de la nueva familia y la conoce ese mismo día, así como tampoco se logra tener una idea completa de su funcionamiento por más preguntas minunciosas que se hagan durante el match. Se requieren tiempo para  entender todas las dinámicas de la familia: la relación entre los papás, las normas de respeto que hay en la casa, la manera en que lidian los niños con las figuras de autoridad, el humor de la familia, la capacidad o incapacidad de los niños para manejar la frustración, el apego que sienta la familia por el orden y la organización, la sazón que tiene el cocinero en cuestión para preparar sus platillos, y las costumbres extrañas que pueda tener la familia, por ejemplo. 

En mi caso, lo primero a lo que tuve que acostumbrarme fue a estar descalza. Aquí, la regla número uno para habitar la casa es quitarse los zapatos antes de entrar. Raro al principio, cómodo después. También tuve que acoplarme al minuto de silencio que se hace antes de la comida, mientras todos nos tomamos de las manos y usamos el tiempo para agradecer por los alimentos (aunque yo en realidad sólo pienso: "¡vamos, terminen ya sus rezos, que muero de hambre!"). De igual manera, tuve que restarle el estrés que me producía ver a los niños brincar en los sillones y aún trato de entender que aquí no hay problema con comportarse de otras formas que a mí me habrían valido más de una docena de nalgadas. También tuve que aprender a separar mi basura para poder arrojarla en el contenedor apropiado: restos de comida que sirven para composta, restos de comida que no sirven para composta, papel, plástico, aluminio, y basura inútil en general; cultura que en México está poco difundida (o quizá, bien difundida pero poco practicada).

Pero no todo es malo o raro. Ahora también trato de adoptar un encantador hábito de mi hostfamily: ellos se ríen todo el tiempo, aun cuando las cosas no van bien.

...Bueno, no. No engaño a nadie. A mí eso de sonreírle a la vida no se me da. Pero tenía que encontrarle un final bonito al post. El punto es: llegar a vivir con otra familia es una locura, porque absolutamente todo es distinto en su proceder, pero el viaje para descubrirlo es muy interesante.

No hay comentarios: